miércoles, 27 de noviembre de 2013
COMENTARIO DE TEXTO
Estamos ante un sistema perverso que
ahoga el potencial de igualación social de la enseñanza pública,
su misma razón de ser. Se reducen las plazas de interinos, no se
aumentan las de fijos, sube la ratio de alumnos por aula y los
profesores se ven obligados a aumentar sus horas lectivas,
convirtiendo la jornada laboral en una carrera atolondrada de una
clase a otra, y a menudo, de un universo a otro, dado que hace tiempo
que los niños más tiernos comparten el instituto con alumnos de
bachillerato. A los profesores no les llega la camisa al cuerpo y
sufren ese desgaste sabiendo que ya no hay bajas que valgan, que las
jubilaciones se retrasarán y que una vez que se apague el ruido de
las manifestaciones públicas ellos solos habrán de enfrentarse a la
precariedad diaria. Así ha sido siempre.
Me pregunto si de verdad somos conscientes de eso. Hablamos de la
desaparición de la Filosofía o de las asignaturas artísticas
cuando lo cierto es que una parte alarmante del alumnado no sabe
escribir o leer con soltura. A eso se suma un asunto más turbio que
ha ido complicándose en los últimos años: la mala educación.
Abundan los problemas de mal comportamiento. Pero, ¿cómo podría
ser de otra manera? No es solo la escuela quien educa, ni tan
siquiera son los padres los únicos responsables, es la sociedad
misma la que marca el tono: el ambiente que se palpa en la calle; el
lenguaje que se emplea en los medios de comunicación; la
consideración pública de los educadores; el respeto que los padres
muestran hacia el profesorado; la forma en la que nosotros mismos,
los que opinamos públicamente, utilizamos ese pequeño poder que se
nos presta. Todo eso suma, o resta. Y por lo que oigo, leo y veo no
me extraña que, además del recorte de recursos a la escuela,
estemos también contribuyendo a su deterioro con un ejemplo
generalizado de grosería.
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